Por José Gregorio Hernández G. – opinion@elcolombiano.com.co
Como lo hemos expresado varias veces en esta columna, dos de los fundamentos primordiales de nuestro sistema jurídico – consagrados en el artículo 1 de la Constitución -, son el respeto a la dignidad de la persona humana y el trabajo. El artículo 5 de la Constitución declara que el Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona.
Son inalienables porque la dignidad es inherente a la esencia y naturaleza de toda persona, y, por tanto, no puede ser desconocida por causa de la subordinación laboral. Permitirlo sería retroceder a la superada etapa de la esclavitud, que está prohibida en Colombia. Los trabajadores no son esclavos.
El artículo 13 de la Constitución señala, en consecuencia, que todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación.
En lo que hace al trabajo, el artículo 25 de la Carta Política ordena que goce, en todas sus modalidades, de la especial protección del Estado y agrega que toda persona tiene derecho a un trabajo “en condiciones dignas y justas”.
El artículo 53 establece un principio mínimo fundamental: “La ley, los contratos, los acuerdos y convenios de trabajo, no pueden menoscabar la libertad, la dignidad humana ni los derechos de los trabajadores”.
En desarrollo de esas normas constitucionales, el artículo 2 de la Ley 1010 de 2006 define el acoso laboral como “toda conducta persistente y demostrable, ejercida sobre un empleado, trabajador por parte de un empleador, un jefe o superior jerárquico inmediato o mediato, un compañero de trabajo o un subalterno, encaminada a infundir miedo, intimidación, terror y angustia, a causar perjuicio laboral, generar desmotivación en el trabajo, o inducir la renuncia del mismo”.
El propósito del legislador consistió en proteger a los trabajadores – que, como tales, prestan sus servicios en el contexto de una relación laboral privada o pública y se encuentran en situación de subordinación – contra toda forma de agresión, maltrato, vejámenes, discriminación, ofensa o humillación y, en general, de todo ultraje a la dignidad humana, por parte de sus empleadores, directivos o superiores.
Por eso, contempla, como bienes jurídicos, protegidos por sus normas, “el trabajo en condiciones dignas y justas, la libertad, la intimidad, la honra y la salud mental de los trabajadores y empleados, así como “la armonía entre quienes comparten un mismo ambiente laboral y el buen ambiente en la empresa”.
Desde luego, para que sean aplicables las sanciones correspondientes previstas en la Ley 1010 de 2006, el acoso laboral – como ella indica – debe ser “persistente y demostrable”. La persona señalada como autora de las deplorables conductas en referencia goza de la presunción de inocencia y tiene derecho al debido proceso. Habrá que demostrarle su culpabilidad.
Es natural, entonces, que, al tenor de su artículo 14, se sancione la temeridad de la denuncia: “Cuando, a juicio del Ministerio Público o del juez laboral competente, la queja de acoso laboral carezca de todo fundamento fáctico o razonable, se impondrá a quien la formuló una sanción de multa entre medio y tres salarios mínimos legales mensuales”.